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María Eugenia Iglesias Pérez es dueña y anfitriona de Estancia San Miguel en San Miguel de los Ríos, en el Valle de Calamuchita, Córdoba. Impulsada por su marido, Víctor Páez, le devolvió el esplendor a una mítica hostería con historia: de los Jesuitas a Manuel y Marco Moreno, con su restaurante de vanguardia en los 90.

«Bajamos el camino, vimos el manchón verde y quedamos mudos. Era un pequeño edén», cuenta María Eugenia Iglesias Pérez (48), mientras guía la caminata por los senderos de Estancia San Miguel, su hostería en San Miguel de los Ríos, a 8 km de Villa Yacanto, Córdoba.
Habla del magnetismo ineludible que ella y su marido, Víctor Páez (55), sintieron por primera vez al recorrer la zona. «Nos encontramos con una tranquera con cartel de venta. ‘Llamá el lunes’, me dijo Víctor. Y eso hice», rememora Eugenia. Corría septiembre de 2016.

Emilia, la hija de ambos -que hoy tiene 6-, había nacido dos años antes con 32 semanas de gestación y 900 gramos de peso. «Fue milagroso. Yo había hecho muchos tratamientos para tener un hijo en mi matrimonio anterior. Lo conocí a Víctor y quedé embarazada a los ocho meses. ¡No lo podía creer! Bailamos en un boliche, me insistió para salir, me enamoré y nunca más nos separamos. Tenía 40 años y mi vida dio un giro inesperado», cuenta Eugenia, que es bióloga. En ese momento, trabajaba como gerente en una farmoquímica y cursaba un posgrado.

Víctor, constructor y emprendedor nato, insistía con cambiar de vida. Por eso la llevó al valle de Calamuchita. Parecía el lugar ideal para comprar un terreno, construir cabañas, atender huéspedes y vivir más despacio, lejos del estrés y la inseguridad de la gran ciudad. Ninguno de los dos planeaba apostar todo en una antigua hostería que había sido estancia y pedía a gritos recuperar su esplendor.

«Era mucha plata, pero mi marido hizo cálculos. ‘Vendemos esto, esto y esto, pedimos plata prestada, ¡y llegamos!’, me dijo. Había que quemar naves. Y lo hicimos en dos meses: de octubre a diciembre. Nos mudamos el 3 de diciembre y desde el 10 de enero de 2017 recibimos huéspedes», detalla Eugenia y cuenta que ellos se instalaron en una casa contigua. «Yo tenía todo en Buenos Aires: familia, amigos y un buen trabajo. Me gustaba la vida cultural. Sin embargo, la llegada de Emilia había cambiado mis prioridades», agrega.

Trajeron sus muebles en etapas, aceptaron mesas y sillones que les regalaron familiares. Y, con tanta sencillez como buen gusto, decoraron la sala de estar, el comedor y las siete habitaciones de la hostería. «No sabíamos nada de hotelería ni de gastronomía, pero mi marido es un buscavidas. Nos animamos al piletazo porque este lugar es único. Fue una decisión sentida», cuenta. Sin embargo, aclara: «El primer año fue durísimo. Todo el tiempo estamos haciendo mejoras».
RICA EN HISTORIA
Estancia San Miguel queda apenas cruzando el río Tabaquillo, en la parte menos evidente del valle de Calamuchita. «Fuera de temporada en San Miguel de los Ríos somos 15 habitantes. Hay más víboras que personas», cuenta entre risas. Precisa que son 60 hectáreas de bosque heterogéneo de robles, acacias, cedros azules, liquidámbares, coníferas, nogales, araucarias, avellanos, castaños y frutales.

Con entusiasmo y handy en mano, porque no hay señal de celular, camina repasando la historia del lugar. «Primero estuvieron los comechingones y después llegaron los Jesuitas. Esto era un puesto de mulas de la estancia San Ignacio que la orden compró en 1755 y era inmensa«, asegura y señala los corrales de piedra para la hacienda. Agrega que era parte del Camino Real que iba hacia el Alto Perú. Muchos aseguran que el mismísimo José de San Martín vino hasta acá para buscar mulas para el Cruce de los Andes.
Luego de la expulsión de los Jesuitas, don José Antonio Ortiz del Valle compró la estancia en 1767. Después, don Julio Alberto Astrada, descendiente del Gobernador. De ahí pasó a los Manfredi y después, a don Alberto Yaniz.

«Eran 8.260 hectáreas, desde el río Tabaquillo hasta el cerro Champaquí. La casa original se construyó entre 1939 a 1943. El techo se hizo de caña mendocina con paja embarrada. Las piedras de las paredes son de la zona. Tenía dos habitaciones, una para el casero y otra para los peones. Además de otra habitación con hall y baño, que es la actual Vizcachera. Contaba con cocina, lavadero, baño de servicio y el escritorio que es el actual restaurant. Los muebles y baúles de ropa llegaban en caravana de carretas y a lomo de mula», revela.
Seguimos la recorrida y confía que en los años 70 un hippie se hizo una casa arriba de un árbol y que además, ¡puso un bar! Agrega que en ese entonces la estancia se vendió a la familia Spinotti, que en 1980 se lo vendió al célebre Manuel Moreno. «El vasco había escapado de la Guerra Civil Española cruzando las montañas cuando era chico. En Buenos Aires conoció a Tajuro Kumazawa, alumno directo de Jigoro Kano, creador del judo. Fue uno de sus primeros discípulos y fundó una de las escuelas más importantes de la Argentina. Salió varias veces campeón y fue un gran difusor de la disciplina en nuestro país», detalla Eugenia que no disimula admiración por su predecesor.

Manolo Moreno tuvo tres hijos y compró esta estancia porque, según decía, le hacía acordar al País Vasco. «Plantó buena parte de la arboleda y en los 90 abrió el restaurante La Mora, que fue uno de los mejores de la Argentina. Algunos llegaban en helicóptero para cenar. Tenía una huerta biodinámica. Su hijo Marco, que estaba a cargo de la cocina, fue quien lo convirtió en un éxito. La hostería surgió como una excusa para quedarse a dormir después de comer», agrega y detiene el paso para marcar las hierbas aromáticas que encontramos en el sendero: melisa, menta, peperina, curry y cedrón.

EDÉN EN LAS SIERRAS
La estadía en Estancia San Miguel es una invitación al desenchufe. Las habitaciones son cálidas y de estilo rústico. No hay señal de celular, pero sí wifi en las inmediaciones de la casa. El restaurante, comandado por Eugenia -que cuando llegó no sabía cocinar-, ofrece muy buenos platos de materia prima de la zona. Hay una cava completísima.

La clave es gozar en los 600 metros de costa sobre el río Tabaquillo y caminar los senderos del campo. El entorno es tan agreste, que los pájaros son protagonistas. Y no se ven, pero hay pumas, liebres, zorros, vizcachas, ciervos rojos y jabalíes.
«Somos sustentables. Utilizamos agua de vertiente que consumimos con cuidado. Optamos por energía solar. Reemplazamos los productos de limpieza tradicionales por biodegradables. Reciclamos residuos. Desde el año pasado contamos con el certificado de Bronce de Hoteles Más Verdes», detalla Eugenia que siempre tiene un consejo amable y en una ficha anota las preferencias de sus huéspedes. ¿Qué la desvela? Que se sientan en casa y vuelvan convertidos en amigos.

«Cuando vivís en las sierras todo depende de vos. Si se corta el agua porque un jabalí rompió un caño, vos tenés que resolverlo. Llevamos cuatro años acá y estamos cada vez más enamorados de nuestra vida. Hicimos bien: este es nuestro lugar en el mundo», resume mientras el río corre suave y el sol se cuela entre el bosque.
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